En los 80 de Ringo Starr: la huella de The Beatles en la memoria

A sus 80 años que abriga hoy con su perenne sonrisa y con la vitalidad que, aún por caminos difíciles, trascendió a la fama como el atrevido baterista de los añorados Beatles, Ringo Starr (Richard Starkey, 7 de julio de 1940) deja un legado innegable a la música rock y otras corrientes alternativas de su época y de todos los que desde siempre hemos sido beatlemaníacos con enérgico orgullo y a fuerza de en su momento romper barreras.

Comentan medios de prensa que este día lo festejará junto a otro monstruo de la agrupación, el astro Paul McCartney, quienes sobrevivieron a los destinos fatales de la banda desde el mismo momento en que el mundo lloraba su desintegración.

Porque fue así. Allá por los años 60, que no se sienten a pesar del paso del tiempo tan lejanos, en una hermosa ciudad del centro de la isla, Sagua la Grande, donde pasé parte de mi infancia y mi incipiente adolescencia, casi constituimos un grupo de élite los fanáticos de Los Beatles y otras agrupaciones rockeras sobre todo estadounidenses, vedadas por el estatus cultural predominante y los medios de comunicación. A escondidas las captábamos sobre todo por la WQAM, KAAY de Little Rock, Arkansas, Radio Nederland, entre otras afines, a riesgo de que cargos de los CDR de las cuadras y otras organizaciones, te tildaran de contrarrevolucionaria y lo hicieran llegar a centro de estudios que cursábamos.

Como me sucedió en lo personal cuando a mis 14 años lo comunicaron a la organización de los jóvenes comunistas de entonces, a donde fui a parar casi por curiosidad. Y por mi afición a estas corrientes “con problemas ideológicos” me expulsaron definitivamente y sin muchos miramientos. A lo que, realmente, apenas presté atención porque lo mío era el fanatismo por el rock, la cultura en general que tenía mucho auge en esta urbe y el deporte si era fuerte mucho mejor.

En casas de amigos, y la mía entre estas, nos reuníamos a escuchar en discos de vinilo (placas “quemadas” como se le conocían que algunos de nosotros llegaba hasta la capital para conseguirlas en la entonces aún CMQ), a los Beatles que marcaron un camino y hasta una idiosincrasia en muchos de nuestro círculos de allegados. Eran tardes casi de delirio, cuando partíamos al terminar las jornadas de clases para escuchar a nuestros ídolos acompañados de unos tragos de vino seco poco azucarado que, al menos en mi hogar, mi madre nos facilitaba. Ella, maravillosa rockanrolera fan de Elvis Presley, que a los 7 años ya me tenía cogiéndole el paso al ritmo en la ausencia casi constante de mi padre militar, quien, para ser fiel a la verdad, casi veía como pintorescos mis gustos.

Con mi pelo bien largo al viento (que luego dejé casi a ras del cráneo y fui peor motivos de críticas), la falda del uniforme escolar a la cadera, unas botas de material sintético confeccionadas por mi madre y unas gafas negras, desandaba hasta mi centro de estudios donde el director y algunos “profes” me tenían como el patito feo de la película.

Sonrío aun cuando le decía a mi progenitora que “mi onda era la psicodelia”.

Y de aquellos famosos The Beatles confieso que sentía una gran inclinación por el multinstrumentista músico, cantante, compositor y actor británico, Ringo Starr. Su manera de apoderarse con furia de las baquetas y hacer repercutir la batería para marcar un sello propio en la banda anda siempre en mis memorias.

Hoy, a tan envidiable 8 décadas de vida, brindo desde mi todavía confinamiento en el hogar ante una inesperada pandemia que asola la humanidad, por los gratos recuerdos que me dejó.

Y pido que tenga larga vida en esta bastante compleja y singular que nos tocó enrumbar a mi generación y a las que le han precedido.

(Sonia Sánchez)

 

Un año más en la Diana

diana

Tengo una prima que este 4 de agosto cumplió años. No es, ciertamente, una prima cualquiera. Y porque los pensamientos no te dejan quieta (es una suerte después de todo), ahora se me ocurrió rememorar aquellos días de la infancia cuando, junto a los otros chicos y chicas de nuestra extensa familia, nos reuníamos en Navidad en la casa de los abuelos para perdernos en el cafetal de Limones, allá por la central provincia cubana de Cienfuegos, y poner en vilo a las madres.

Como la vida nunca está donde habita el olvido, recuerdo que yo me fui luego por las calles de la central ciudad de Sagua la Grande para hacerme de muchos amigos y compinches que apostábamos por deformar el uniforme de la secundaria, y escuchar privadamente en las tardes a Los Beatles al tiempo que degustábamos un “exquisito” preparado de vino seco con azúcar. Porque los años 60 estuvieron duros acá también y había ley seca; a los hippies la policía les rajaba en el cuerpo los pantalones o le cortaba aquellos pelos largos; quienes, incluso por rebeldía, exhibían alguna diferencia sexual fueron víctimas de trampas sociales, vistos como animaluchos raros; los católicos o de otras religiones eran reprobados, solo porque todos teníamos que autoconvencernos que la materia lo era todo, aunque fuera o no cierto, eso lo dejo a los filósofos.

Mi prima, que me adelanta unos años, en aquellos convulsos tiempos sería algo así como un talismán en mi revuelta adolescencia por su enloquecido temperamento bohemio. Todo lo que se oponía a lo socialmente establecido era bueno para ella. Y a mí me fascinaba esa enajenación. Desde La Habana alguna vez partió a Sagua para hacerme compañía en mis aventuras bicicleteras. Yo abandoné el hogar a los 15 años y vine a la capital. Me aburrí de aquella ciudad pueblerina y de un padre oficial de las Fuerzas Armadas Revolucionarias (FAR) que pretendía matricularme en escuelas militares y yo le aseguraba, ante la preocupación de mi amada madre y con total convencimiento, que desaprobaría para que me echaran.

Diana siguió siendo mi confidente. También consejera aunque la familia aseguraba que ambas necesitábamos consejos. Yo andaba por su casa y ella se perdía. Tres días desapareció sin dejar huella. Más tarde escuché — juro que no puedo dar fe de ello — que deambulaba por la playa Santa María. Yo sé que la vi aparecer con su look hippie. Pero mi tía Iraida nunca perdió la paciencia. Tanto que a sus 90 y tantos años hoy son como un todo único en su confortable apartamento de la calle Línea, en la barriada del Vedado. Al paso del tiempo cada una de nosotras marchó por los rumbos de la vida. Yo a la Universidad de La Habana y ella se enfrascó de lleno en el arte de la xerigrafía en el Taller de Gráfica de la Catedral, en La Habana Vieja, donde se le puede encontrar si se lo proponen. Aunque ya por los años 70 también se empeñó en entrarle a golpes al metal y, sin nada de magia, aparecían platos y otras interesantes figuras.

Yo sé que mi prima ha estado feliz en este cumpleaños. Sus innumerables amigos y seguidores son parte de esa emoción. Pero igualmente siento que la nostalgia que lleva consigo por la pérdida de su compañera en la vida y el arte, Sara González, no la abandona. En cualquier parte del mundo este día alguien cumple algún aniversario. Aquí lo festejó ese ser ya no tan tempestuoso (alguna vez nos llega el sosiego, supongo) que se llama Diana Balboa. La renombrada pintora de los cuadros rítmicos. La grabadora empedernida. No le he preguntado si aún bebe los chorros de alcohol de antiguas épocas ¿quién no? Quizás todos los que la queremos podríamos levantar la copa por ella.

(Sonia Sánchez)